Los temas en la poesía de José María Pallaoro no son otros que los de la vida de una persona: el amor, la amistad, la soledad, el dolor, la memoria. Los lectores podemos entrar a su poesía como si lo hiciéramos en nuestra propia casa. Parece sencillo (“tan sólo palabras/ para mirarse en el otro”), pero en el nexo que son las palabras, que en el poema se proponen como parte de un encuentro, el recién llegado recibirá lo suyo al mismo tiempo que el poema demandará su aporte. Parece una verdad consabida, pero no lo es tanto cuando su filiación nos dice en rama de qué árbol echa brotes su poesía. La pequeñez, lo transitorio, que en su obra relativamente breve y acotada se hace búsqueda de lo duradero, sólo puede sostenerse cuando “son dos los que danzan”, como lo dice el título de su último libro.
En la concepción poética de José María Pallaoro, el poema no tiene otro ritmo que el de la vida, ni otra respiración. Acaso por ello su poesía, que es cristalina, permite un abordaje franco, aun cuando los temas sean graves, de peso. Es de esa experiencia que participa el lector, de lo cándido a una sutileza frontal. Hacemos nuestra una especie de lucha entre la armonía que se revela en su mirada y la realidad que se disgrega ante ella. Sin lugar para la duda, sus poemas buscan restaurar, restañar heridas, reunir lo disperso, iluminar lo oscuro. El poema es parte de la esperanza. El poema hace lo suyo en la esperanza.
La poesía, en el registro de Pallaoro, ni es monotemática ni se tiñe de una sola tonalidad. No es todo alegría ni todo es tristeza, no es todo claridad ni todo es penumbra. Su estado de ánimo fluye en el poema, deja su impronta variadísima, como la vida misma. El poema se hace en el devenir, con las fluctuaciones de lo cotidiano y, lo que no es menor, con el temple del sentimiento. Contra la tendencia de ver en la poesía contemporánea al sentimiento en retirada, en sus poemas, bien dosificado, ocupa un lugar central. Y ese sentir, que participa de igual modo de la experiencia personal como de la experiencia social, no excluye la búsqueda de sentido, como una mano que busca a la otra en la oscuridad. No sólo que, como resulta obvio, Pallaoro cree en la poesía, sino que, sobre todo, cree en la poesía que cree. La poesía como arma contra el desamor y el olvido. La poesía, se dirá, esa especie de mapa de los sobrevivientes, también puede obrar contra el sinsentido.
La imagen del pájaro, a la vez que la idea de su figura polisémica, visitada por los poetas desde siempre, es convocada de lleno por su poesía. En lo fugaz de esa representación, con un tratamiento levemente aforístico y una adecuada dosificación de la brevedad, se devela sabiduría. Entre el pájaro y el poema, no sólo propone un punto de concurrencia sino también un modo de hacerlo. La vibración del poema, nos dice, es, debe ser, como el movimiento de las alas del colibrí: intensidad en lo más leve. Ante el peso de los acontecimientos de la vida, esa levedad se hace palabra. La levedad que conmueve también es el lugar desde donde se canta. El aire, lo inconsistente, donde esos pájaros adquieren realidad, también es, parece decir, una tierra propicia para ser, como una planta que pudiera crecer en lo desierto.
La poesía de Pallaoro no es ajena al ambiente natural que es la ciudad de La Plata y sus alrededores. La naturaleza se hace palabras para que las palabras puedan hacerse naturaleza. Pájaros, música, espacio, tiempo; dispersas, las imágenes se buscan y se resuelven para dar unidad al poema. El poema que va directo a la cosa, al objeto: sol, ventanal, árboles, hojas, lluvia, luna. Pero también mar, agua, memoria. No puede haber celebración, si no es en compañía. Toda su poesía parece ir a la búsqueda de un orden natural perdido.
Una selección cuidadosa de citas que anteceden muchos de sus poemas nos muestran la tradición de la poesía argentina y universal del siglo XX en la que se inscribe y abreva la poesía de Pallaoro. Del humanismo transparente de Raúl Gustavo Aguirre y de la renovadora invención verbal de Edgar Bailey a la lucidez militante de Juan Gelman y de Paco Urondo. Del dramatismo conceptual de Fernando Pessoa al desgarramiento visceral de Antonin Artaud. Poesía que se hace transparencia, crispación, por la necesidad de nombrar contra el olvido. Los sobrevivientes, nos dice Pallaoro, cantan como pueden pero no callan. Porque la poesía no calla.
En la concepción poética de José María Pallaoro, el poema no tiene otro ritmo que el de la vida, ni otra respiración. Acaso por ello su poesía, que es cristalina, permite un abordaje franco, aun cuando los temas sean graves, de peso. Es de esa experiencia que participa el lector, de lo cándido a una sutileza frontal. Hacemos nuestra una especie de lucha entre la armonía que se revela en su mirada y la realidad que se disgrega ante ella. Sin lugar para la duda, sus poemas buscan restaurar, restañar heridas, reunir lo disperso, iluminar lo oscuro. El poema es parte de la esperanza. El poema hace lo suyo en la esperanza.
La poesía, en el registro de Pallaoro, ni es monotemática ni se tiñe de una sola tonalidad. No es todo alegría ni todo es tristeza, no es todo claridad ni todo es penumbra. Su estado de ánimo fluye en el poema, deja su impronta variadísima, como la vida misma. El poema se hace en el devenir, con las fluctuaciones de lo cotidiano y, lo que no es menor, con el temple del sentimiento. Contra la tendencia de ver en la poesía contemporánea al sentimiento en retirada, en sus poemas, bien dosificado, ocupa un lugar central. Y ese sentir, que participa de igual modo de la experiencia personal como de la experiencia social, no excluye la búsqueda de sentido, como una mano que busca a la otra en la oscuridad. No sólo que, como resulta obvio, Pallaoro cree en la poesía, sino que, sobre todo, cree en la poesía que cree. La poesía como arma contra el desamor y el olvido. La poesía, se dirá, esa especie de mapa de los sobrevivientes, también puede obrar contra el sinsentido.
La imagen del pájaro, a la vez que la idea de su figura polisémica, visitada por los poetas desde siempre, es convocada de lleno por su poesía. En lo fugaz de esa representación, con un tratamiento levemente aforístico y una adecuada dosificación de la brevedad, se devela sabiduría. Entre el pájaro y el poema, no sólo propone un punto de concurrencia sino también un modo de hacerlo. La vibración del poema, nos dice, es, debe ser, como el movimiento de las alas del colibrí: intensidad en lo más leve. Ante el peso de los acontecimientos de la vida, esa levedad se hace palabra. La levedad que conmueve también es el lugar desde donde se canta. El aire, lo inconsistente, donde esos pájaros adquieren realidad, también es, parece decir, una tierra propicia para ser, como una planta que pudiera crecer en lo desierto.
La poesía de Pallaoro no es ajena al ambiente natural que es la ciudad de La Plata y sus alrededores. La naturaleza se hace palabras para que las palabras puedan hacerse naturaleza. Pájaros, música, espacio, tiempo; dispersas, las imágenes se buscan y se resuelven para dar unidad al poema. El poema que va directo a la cosa, al objeto: sol, ventanal, árboles, hojas, lluvia, luna. Pero también mar, agua, memoria. No puede haber celebración, si no es en compañía. Toda su poesía parece ir a la búsqueda de un orden natural perdido.
Una selección cuidadosa de citas que anteceden muchos de sus poemas nos muestran la tradición de la poesía argentina y universal del siglo XX en la que se inscribe y abreva la poesía de Pallaoro. Del humanismo transparente de Raúl Gustavo Aguirre y de la renovadora invención verbal de Edgar Bailey a la lucidez militante de Juan Gelman y de Paco Urondo. Del dramatismo conceptual de Fernando Pessoa al desgarramiento visceral de Antonin Artaud. Poesía que se hace transparencia, crispación, por la necesidad de nombrar contra el olvido. Los sobrevivientes, nos dice Pallaoro, cantan como pueden pero no callan. Porque la poesía no calla.
Juan Carlos Moisés
Sarmiento, Chubut, abril de 2008.
Sarmiento, Chubut, abril de 2008.
Juan Carlos Moisés nació en Sarmiento, Chubut, en 1954. Publicó Poemas encontrados en un huevo (1977), Ese otro buen poema (1983), Querido mundo (1988), Animal teórico (2004), Palabras en juego (2006 – 1º premio en el Concurso Patagónico de Poesía Fundación Banco Provincia y Dirección General de Cultura de esa provincia) y Museo de varias artes (2006 – 1º premio Fondo Nacional de las Artes). De 1990 a 1998 dirigió el elenco teatral “Los comedidosmediante”, con el que recorrió varias ciudades del país. Autor de La casa vieja (1991), Pintura viva (1992), Muñecos, un cuento de locos (1993), El Tragaluz (1994), Desesperando (1997) y La oscuridad (2002), todas estrenadas. En tres oportunidades obtuvo el 1º premio en el Encuentro de Teatro del Chubut y fue seleccionado para participar de la Fiesta Nacional del Teatro en Mendoza (1993), Tucumán (1994) y Catamarca (1997). En 1994 El Tragaluz fue premiada en Tucumán y participó de una muestra en el Teatro Nacional Cervantes. Como narrador, dibujante y guionista de historietas ha publicado trabajos en medios gráficos. Vive en su pueblo natal. Dibujo: Juan Carlos Moisés. Foto: Juan Carlos Moisés junto a Raúl Gustavo Aguirre.
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