LALO PAINCEIRA
Y EL BLUES DE LA CALLE 51
Seguimos
devorando el hermoso libro del querido amigo Lalo Painceira, “El blues de la
calle 51”, editado por la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la
UNLP. El blues… narra la historia del Grupo
Sí, colectivo de artistas plásticos, la vanguardia informalista y los
comienzos de los años `60 en La Plata.
Las fotos de
la presentación en la Facultad de Periodismo son de Luz Painceira, y no está de
más decir que es un libro bello y necesario.
Gracias Lalo
por este regalo que hacés a la ciudad de La Plata y a nosotros, los platenses.
Comparto un
fragmento de "El blues de la calle 51":
“(…) Así
comenzó la historia. La nuestra. La de los bárbaros que invadieron la monotonía
conservadora reinante en La Plata. Así lo pensábamos y nos veíamos nosotros, lo
que luego corroboraría un ardoroso texto de Rafael Squirru. Elena, Sirabo,
Stafforini y yo, nos enteramos esa tarde de que no éramos los únicos
informalistas de La Plata. Que había al menos dos más y que se habían
atrevido a mostrar sus trabajos al mismo tiempo que nosotros.
Los curadores
habían colgado nuestras obras en el mismo panel, una junto a la otra, y fue
verlas para buscar a los autores de esas obras similares y empezar a hablar
allí mismo, delante de los trabajos. Fue de esa manera espontánea, que hoy
supongo casi defensiva, que nos reunimos en ese salón, tratando de sobrevivir
en un ambiente que sentimos hostil. Blanco, Gancedo, Ramírez, Stafforini y yo,
acompañados por Sirabo, Elena, Pacheco y luego Puente, empezamos a responder a
los cuestionamientos y a dar fundamento de nuestras obras. Pero el combate era
desigual y quedábamos expuestos como gladiadores sin escudo. Al menos así lo
recuerdo ahora, aunque puede ser una exageración impresa en mi memoria, lo que
no debe sorprender porque en los recuerdos, los años anulan los tonos
intermedios y acentúan los contrastes. La imagen que guardo hoy es la de
nosotros parados ante nuestros trabajos. Como si estuviera mirando una
fotografía de ese momento, veo a Nelson hablando, con sus ademanes ampulosos,
la cabeza tirada levemente hacia atrás, con su pañuelo azul cobalto anudado al
cuello a lo Modigliani; a su lado Omar Gancedo con barba a lo Fidel, vistiendo
un sacón similar al mío, casi negro; a Sirabo, que tenía un gabán de corderoy
verde oscuro que le había hecho su mamá; a Elena enfundado prolijamente en su
blazer azul y Stafforini, vistiendo vaqueros y camisa a cuadros o remera de
cuello redondo y color liso; Ramírez, usaba corbata como Pacheco, pero éste por
obligación ya que cumplía funciones en el museo. Así comenzamos a caminar
juntos en dirección al Grupo Sí,
todavía impensado, motorizados desde la solidaridad.
Con Elena, Sirabo y Stafforini ya éramos
amigos. Más aún, Sirabo había sido el introductor del informalismo entre
nosotros porque lo trajo desde su San Luis natal; allí, Carlos Sánchez Vacca
obró de adelantado y lo importó desde Buenos Aires a la capital puntana. Pero
no conocíamos a Blanco ni a Gancedo ni a Pacheco ni a Puente. Tampoco a
Ramírez. No obstante, nos hermanamos de inmediato haciendo frente común en
defensa de cada uno de nuestros trabajos. Al rato de polemizar, nos hartamos y
nos fuimos. Todos juntos. Decidimos ir al bar “Capitol”, que quedaba a la
vuelta, y allí permanecimos hablando el mismo idioma. Escena que se repitió,
desde ese momento, cada noche y hasta la madrugada, hasta fines de 1962.
Exhibiendo con impudicia el desparpajo de nuestros 20 años.
El “Capitol” no existe más, pero es fácil
de describir y de imaginar. Un salón rectangular de techo a la altura de las
construcciones modernas, instalado sin preocupación ni estilo. No era atractivo
y sólo seducía por no cerrar nunca sus puertas. Así permanece en cada uno de
nosotros. Tenía mesas de fórmica y un estandarizado estilo americano en sus
sillas. La larga barra perpendicular a la calle, era común y allí estaban
montadas la caja y la máquina de café express. Sus dueños, verdaderos santos
solidarios que nos aguantaban con consumiciones mínimas durante horas y horas,
generosamente nos prestaron sus paredes para colgar de manera permanente
nuestros cuadros. Es decir, nos dejaron marcar nuestro territorio.
Ese bar fue nuestro cafetín discepoliano,
allí aprendimos, filosofamos, amamos, debatimos, creamos, compartimos y
crecimos. La mezcla de gente que lo habitaba nos fascinó de inmediato y lo
convertimos en la escenografía principal de aquella treintena de meses. También
lo será de este relato. Nos sedujo todo lo que allí se respiraba y se oía,
porque cuando llegamos ya era el reducto de jóvenes músicos de jazz que le
aportaban un clima atractivo y sonoro (...)”.
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