Desde la edad de piedra y adoquines y cuartos vacíos de noches y olores, ando por la calle con un puñal a la cintura. Antes lo tenía apretando tu cuello del lado sin filo, y vos te reías, te reías y me gritabas dale, dale, dale. Los sin filo son los más peligrosos, y lo dejaba caer de punta al suelo de tierra. Lo recogías, ofuscada, y luego lo veía chispear en tus ojos oscuros. Cerraba los míos y cuando los abría ya no estabas, salvo el puñal que escondía entre mis ropas. Después caminaba hacia tu otro mundo, sabiendo que nadie te escribirá una canción clara, evangélica y rosarina.
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