12/4/08

INÉS APREA: Acerca de Son dos los que danzan



Son dos los que danzan:
el baile de la invención[1]


“El misterio existe y está entre nosotros. No hay que olvidarlo. El misterio existe y con el misterio, bajo el mismo aspecto, la medida: no la medida del misterio, lo que es humanamente insensato, sino la medida de alguna cosa que en cierto sentido se opone al misterio, siendo al mismo tiempo para nosotros su más alta manifestación: el mundo terrestre considerado como una invención continua del hombre”.

Guisseppe Ungaretti, 1922


Paso I


El poeta no es aquél que escribe poesía; el poeta es todo aquél que cae en la desgracia y el milagro de descubrir lo real, lo dado, como una interpelación, una pregunta que se formula frente a él mismo por medios que son extraños a toda lógica.
Un hombre no es incondicionalmente poeta. La poesía es, por definición, una escisión del hombre, una ruptura esencial de la condición humana. Las mujeres y los hombres que asumen esa ruptura, sobre todo aquellos que la usan para escribir, pueden aceptarla sin más, diciendo sencillamente "soy poeta". Pero también pueden revelarla sistemáticamente, con la infinita connotación. Este es el trabajo de aquél que en la poesía no encuentra alivios o certezas, sino tan sólo insomnios y tinieblas. Ellos empujan el poema, empujan a la voz para que diga su eterna herida, que es la herida de lo indecible, de lo inexplicable del mundo. De esta herida se abren los ríos de la poesía, los ríos caudalosos y desbordantes, o los arroyos menudos, que concluyen en el océano de la comunión humana.
Estos ríos se mueven por aquello que transportan; andan y ocupan sus corrientes por lo que arrastran y dejan, por lo que encuentran y llevan. Pero en su origen, la fuente de esa herida brota para anunciar lo invencible del silencio, lo inagotable de la muerte. Ella es la que impulsa al canto como una constante brazada, una fuerza brutal contra todo silencio y contra toda muerte.
Es por eso que el poeta es, ante todo, el que se enfrenta a una herida, el que descubre la ausencia de todo lo que persigue. Así aprende que la corriente no cesa, que deberá seguir aun sin municiones, desposeído de toda convicción, contra viento y marea.



Paso II


El poema es desbordante: todo lo que dice es cien veces más de lo quiere decir. Esa libertad de la poesía es a la vez su condición: en sus vertientes, ella arrastra y transporta aún lo que no quiere, aún lo que calla y desdeña. Las palabras son como las ondas, que pintan un río profundo y sereno, o un río saltarín y revoltoso. Pero hay olas mínimas, calmas y pacientes, que saben mover aguas inmensas. Así es como un pequeño libro puede abrir páginas innumerables.
Son dos los que danzan desnuda la crudeza del desamparo, celebra la orfandad como un terreno propio de la libertad. La intemperie de esos pájaros que "ahuyentan la desdicha”, es el cielo abierto a sus vuelos, aunque este cielo es también su condición inevitable como seres del aire. Así es como se enfrentan esos dos cuerpos que bailan en la inquietud poética: la verdad de la libertad, frente a la verdad de la finitud, del límite, de la condición. Ambas verdades constituyen lo necesario de toda creación, de todo acto que se concibe como experiencia vital.
La observación, como recurso del poeta, no desplaza la introspección, sino que la pone de manifiesto en la esencia misma del habla: exponiendo la mirada a lo externo, a lo ajeno, la búsqueda interior se incita como una perturbación de la lengua cotidiana, esa lengua común en la cual el objeto siempre está afuera, denotado, lejos de las tinieblas de nuestros deseos profundos. La doble realidad de la creación se afirma en esos pájaros interiores, que mueven la lengua del poeta. Así el poeta trabaja con las alas propias de la poesía, aunque con ellas debe surcar el cielo preciso de un lenguaje compartido.
La libertad de los pájaros proviene de su inocencia. El vuelo con el que los pájaros huyen es el movimiento que los salva de toda desdicha, de todo padecer; es un vuelo inocente porque es inocuo. Esa libertad de lo que circunda al poeta se asocia a la evocación de una ingenuidad que en la palabra misma se revela como imposible. El poeta que persigue a los pájaros sabe que su libertad no es inocente, que su vuelo no es incondicional: incluso la intimidad tiene circunstancias precisas, que son las propias circunstancias que la perturban. Pero el poeta sabe que todo lo que perturba puede ser ritmo, que todo lo que invade puede ser sustancia musical.
Aún en la inocencia hay algo que opera, que se ejerce sobre el mundo; un movimiento que puede captar la poesía, en la medida en que ella no está para enunciar ese movimiento en su lógica sino tan sólo como puro movimiento: en sus ritmos, en sus saltos y sobresaltos, en sus detenciones y prolongaciones.
Pero además, la inocencia en estado puro únicamente existe como ausencia de deseo. En ella no está presente lo que se ama, lo que se ansía y se busca, porque la presencia de todo esto quiebra toda inocuidad. Cuando dice José María "¿habrá ceniza / cuidando / de la flor / que amamos / su raíz?" podemos saber que, en la medida en que somos la proyección de un deseo, estamos hechos también de lo perdido, también de la muerte: la vida encuentra su sentido sólo en la diferencia, sólo en esa interrupción que significa la muerte. La interrupción y la diferencia nos detienen sobre el movimiento de la vida.
Para el poeta, la única certeza -paradojal en esencia-, es el fruto de su empeño sobre todo lo que desconoce, dado que la poesía no busca enunciar con la razón, sino decir con la cruda palabra. Las palabras son "el propio espejo", porque permiten "mirarse en el otro" con los sentidos posibles del lenguaje común. Pero la poesía no mira con inocencia, no busca un cándido reflejo, la poesía sopla la llama ardiente que guarda nuestro silencio, sopla con un viento que es en sí mismo violencia: "incendiaré la noche / con palabras". Violencia sobre el lenguaje, violencia sobre los infinitos candados de la belleza.
Sin embargo, el poeta no es el que afirma la belleza, el que defiende su límpido territorio; sino el que emplea dientes y uñas para agujerear y descocer, para arrancar y rezurcir las vendas que la velan, tejiéndole un abrigo auténtico. Es por eso que no existe la belleza dentro o fuera de la poesía, como una campana de cristal que la misma poesía quisiera entonar con manos de guantes blancos. La belleza es algo que puede pasar entre la poesía. Dice el poeta que la única belleza posible es "un tesoro que no encuentro / y que no sé si existe".
Frente a la oscuridad del miedo y la incertidumbre, la única lucidez está en quebrar el silencio. Pero aún el poema persiste en su pregunta, en su demanda: “¿No hay sol para el desolado?”. El hombre tiene la voz y la palabra porque no está solo, no está aislado de su condición social. ¿Será posible replegarse del mundo como el ermita sin que esto nos lleve a “cantar a tientas?”



Paso III


Los ríos de la poesía surcan el continente humano, de tal forma que es posible nadarlos y al fin, hallar puerto en tierras fértiles, donde brota el anhelo, o en francos desiertos, donde se extiende la desesperación como un gran manto de sequía.
Pero el poeta no persigue esa afinidad, ese destino en el que su palabra germina. Los poemas son semillas en el viento, semillas que esta corriente conduce. Su fruto no será el mismo lejos del árbol originario. El encuentro con el poema, una vez que fue arrojado a los vientos, es la búsqueda de esa tierra donde sus sentidos penetren y nutran nuestra experiencia.
Por eso, además de un modo poético de escribir, también hay un modo poético de leer: la poesía no quiere explicarnos el mundo, la poesía no nos dirá nada nuevo si de ella esperamos que nos informe, que nos remita a un tiempo y a un lugar accesible mediante el entendimiento. El lector debe enfrentarse a aquella misma desgracia y a aquel mismo milagro del poeta; he ahí su mutua complicidad, su intimidad profunda y auténtica.
José María me habló de su devoción por los pájaros, casi una obsesión, digamos, compatible con su lejanía de la urbe ruidosa. Lejos de ser un retiro sacerdotal, esa distancia arraiga su poética: la distancia de su poesía es la que hay entre una cultura de la velocidad, de la verborragia, de la urgencia; y una cultura de la observación, de la mirada que inquiere, que calla elípticamente, que pregunta al vacío sobre la razón de la palabra, que es, para el poeta, la razón del vivir.
Entre las líneas de sus poemas el silencio desborda, ciertamente como el cielo abierto antes del alba. Pero sólo esa desolación permite buscar la claridad en el propio canto, “y en un grito / encontrarnos / con nuestro verdadero rostro”; cantar, para amanecernos.
El desamparo, la desolación, la intemperie del vuelo o la caída, tal vez sean las imágenes de una época precisa de nuestra historia. Una casa se ha perdido, se ha deshabitado, se ha demolido a fuerza de balas y bombardeos. Una casa ardió en la noche de nuestra historia. Pero la incertidumbre nos lleva a palpar lo cierto, a tantear nuestras heridas.
Por naturaleza, hombres y mujeres de carne y hueso producen y padecen los tajos de la historia, pero esos tajos se hunden en la carne y en los huesos de la poesía. Ella arranca todo eso que la historia fija, eso que la historia estaciona en las vidas de las mujeres y los hombres. Arranca los "hechos" y los da vueltas, los marea, los sumerge en imparables torbellinos, sacude “los pájaros de nuestra memoria”, para llevarlos lejos, para que emprendan el vuelo de su destino. Tal vez sea por eso que no existe poesía sin historia, y recíprocamente, quizás una historia sin poesía no sea más que puro estancamiento.
Son dos los que danzan recupera el movimiento, el baile de la poesía, que nace de su canto. Sobre este canto, el amor y la muerte, la pasión y el fracaso, la dicha y el temor, se balancean juntos, tomados por la palabra. Esta danza rescata el pulso que se oculta en lo cotidiano, en esos tiempos y ritmos del vivir, en esos pasos que marcan el gran baile de la vida.
La poesía reinventa sistemáticamente la armonía; y al recrearla, revela movimientos que la historia sepulta al transformar la invención en tradición; y el descubrimiento en evolución. Tradición y evolución marcan la danza de la historia. La poesía incorpora el material de improvisación.
Es por eso que la única promesa, la única esperanza que la poesía tiene para darnos es lo que ella misma recrea incansablemente: no parar de bailar.

[1] Comentario de Son dos los que danzan, de José María Pallaoro. Libros de la talita dorada, City Bell, 2005. Inés Aprea. La Plata, marzo de 2008.



Inés Aprea nació en La Plata en 1985. Cursa la carrera de Historia en la UNLP. Tiene un libro de poemas inédito: Perro Fénix.

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