diario Diagonales de La Plata
suplemento Letras
26.11.11
La imagen verdadera (11.05.11)
Las piernas heladas,
y una melodía que zumba, zumba, zumba. Nadie toca la tapa del cielo, una luna
perdida. Un maldito olor que sale de entre las piernas de un durazno dormido en
la pileta de la cocina. En la casa el estío se eterniza, es la hora de anclar.
Pero el espacio es limitado y hay una incesante negociación donde siempre se
pierde. Bingo. Zumba. Bingo. Zumba. Turbulento fluir del tiempo. Ramas
cortadas, afuera, secas y frías, como mis pies. Limpiar la estufa de cenizas,
limpiar la casa de camelias blancas, despejar el lugar para dar cabida al cielo
del otoño. Una manera de curarse, islas, donde lo que sana se desnuda, y se
cubre y protege de la lana ancha del agua. Zumba. Se activa el sonido. Zumba.
El obturador, zumba. Y al cerrar los ojos, la fotografía caracolea un camino, y
a lo lejos se ve la mora y un patio donde poder encontrarse.
Sontag (24.05.11)
En el breve
atardecer, la noche desnace al hijo. La lluvia cae salpicando las naranjas que
aún no pude juntar. Hace frío en el galpón de los sueños, y a ella le agrada la
fotografía perfecta del amor. Su nombre vibra lejos, como el negro cigarrillo
que seguro se consume entre sus dedos. Hay un humo que se disipa junto al corte
de luz involuntario. A oscuras, cierra los ojos y, en el hueco que dejó mi
corazón extirpado hace más de seis años, ve nuestro atardecer mojado de jugos
ilícitos.
Gutenberg (25.05.11)
En la expresión
de sus ojos se refleja la mueca gris de todos estos años. Entre sus dientes
percibe el ronroneo de un correo electrónico que nunca termina de enviar. No
son días de pensamientos para libros fatigosos de poco más de ochenta páginas.
El pensar, ¿alguna vez fue? En esa casa los mosaicos se mantuvieron fríos y
sucios, abandonados a la buena del viento que jamás meció matas de lirio.
Estamos solos; y el pensar, un mundo de otra galaxia.
Tajos (08.06.11)
Una fragancia
violenta
cruzó la frontera del país
de nuestros cuerpos.
Calladita, se metió entre
las sábanas, y te susurró
a vos, y me susurró a mí,
y el polvo se abismó
dejando un tajo sin fin,
sin fin.
Pez diamante (21.06.11)
Camino descalzo
sobre el fuego de las almas que me han abandonado.
Y tengo los pies fríos. Fríos, como el diamante indiferente
de esas ánimas.
El sano juicio (08.08.11)
Hemos crecido
bajo el concepto de la devoración del héroe. Las enciclopedias en ese momento y
lugar pasaron de moda y belleza. Comimos del carbón su quebradizo despojo,
sembrados en pozos construidos por nuestros padres. No vimos, ni participamos
del inicio del fuego. Las cenizas que quedaron, primigenias sustancias
minerales, no se detuvieron jamás y permitieron reconstruir la historia a
nuestra manera, a nuestro sano juicio.
Anoche (11.08.11)
Y soñé con vos.
Y cuando desperté
seguí soñando.
En la mecedora (12.08.11)
Los fantasmas del día irrumpen en la casa de la que se está yendo. Revisan habitaciones, alacenas, escondrijos de la que nunca vendrá. Se miran, preocupados y temerosos de la respiración pasajera que cae sobre la alfombra como piedra de la mano. Luego, quedan solos, en la sala adormecida, observando el balanceo de la mecedora de caoba, con refuerzo lumbar y manchas de sangre, que poco a poco se va secando.
Límites (31.08.11)
En la vieja estación, a la hora de la bruma, pasa la soledad; va, solita, sin brisa, viento ni tempestades, hacia los cuatro extremos del mundo. Los sueños descansan en regresos y puntos de partida. Quietos y sueltos en su larga noche.
El poema del sol (02.09.11)
Hay otras
explicaciones. Construir un sol, mirando el universo de los otros. Los niños
del bien se recrean en campos asfaltados. Los niños, los simples niños,
escriben el poema del sol en un universo de tierra, viento y luz, luz de la que
aún no sabemos si está encendiéndose o apagándose.
El amor no está en Roma (20.09.11)
Está en cualquier
ciudad del mundo. En donde los relojes no dan la hora exacta (la rota mirada de
los ciegos hacedores de bibliotecas vacías). El amor nada en Roma como
manchados azulejos en los baños de las estaciones de servicio. No, el amor no
sabe de ciudades al revés, ni tiene el dinero suficiente para recorrer los
bares y los cafés y patios literarios. Nada sabe el revés de la ciudad acerca
del amor y la trama sigue echada como un perro muerto que se hace.
Nueva Roma (20.09.11)
Estruja el papel
y lo arroja al río. A la deriva, flota.
Bosteza en el día y se estira y se hace barquito.
Cruza el camino trazado por la natural corriente esencial de
cualquier vivir.
Llega al mar. Deja la ciudad de los eternos vagabundeos de
viejos y pálidos estilos para ingresar de una buena vez en los ojos del otro,
de los otros (que aún no se animan a viajar a Roma).
La herida de París (22.09.11)
La verdad es que
no sé qué estaba haciendo en París. Lo único que recuerdo es que caminaba
herido, y caminaba, caminaba… Un tren y catorce horas ya me alejaban de Roma. Y
ahora en París, ¿puede haber algo más desagradable que la torre de
Montparnasse?; y allí estoy, sangrando, en un piso cualquiera y sin una cámara
en la mano. Y sin tus ojos que siempre miran por mí.
Piedras (25.09.11)
Nada se puede quebrar. Las alas del pájaro moribundo en un rincón del jardín es la piedra del sacrificio que cayó de tus manos. ¿Volará esa piedra? ¿Golpeará la ventana de la habitación? ¿Dormirá entre las sábanas descompuestas de aquel extraño atardecer? La piedra-pájaro se quedará, quieta. Inútil cerrar los ojos imaginándola en la humedad de un trapecio que es solo memoria.
Islas (01.10.11)
Son las siete y
media de la tarde y está por amanecer. Hay un vago zumbido de pájaros y los
murciélagos salen de los rollos de las ventanas. Nada de lo que es, es lo que
parece. Entramos en octubre como se entra a una cueva cavada a fuego en el
hielo. Caminamos casi desnudos por la calle de los fresnos amarillos, el frío
calcina y nos hace toser y apresurar el paso hacia el bar que ya está
levantando las cortinas. Saludamos al dueño con un buenas noches, dispuestos a
saborear el desayuno y la lectura de los diarios de mañana, sin más deseos que
sembrar.
Desnudos (10.10.11)
En el último día,
unas horas antes de la partida, la mujer de zapatos rojos se los saca y los
arroja a la pileta de aguas verdes y ramas y sapos gordos que flotan como
náufragos. Vivió años en esa casa, tantos que ni recuerda la mañana en que la
moralidad en el arte y otras ruborizaciones de temor similar parecía ser de
otros, y ella, como una divinidad de un cielo imperfecto, caminaba descalza por
el parque, sola, ante la mirada de los más curiosos, ante el corazón de los que
no se animaron a desnudarse en la vida.
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