“Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro. / Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel. / Pero si pones el pie donde estaba el umbral, / si te acercas con la rama de albahaca y un gallo en los brazos, / las sombras vendrán rápidamente a tu encuentro...”.
Horacio Castillo quiso ser pintor en su amada Ensenada (donde había nacido un 28 de mayo de 1934), pero había un diccionario y en el diccionario estaban las palabras, y con las palabras se podía dejar, intentar dejar a un lado la soledad, e iniciar un viaje, un viaje interior, un viaje de ideas, de pensamientos, de asombro, de alegría, de poesía. La imaginación y la organización de esas palabras. Y el mundo. Y la realidad, en el afuera. Y la realidad, en el adentro. Y las lecturas, las fundacionales: Rubén Dario, Ricardo Molinari, Hölderlin. Y la escritura, y la evolución desde la realidad, esa que percibimos, a lo que está más allá, y la ruptura en 1974 con Materia acre. Y el intento, siempre intentar, de renovar, reinterpretar, enriquecer la palabra. Y ahora sí, la poesía. Y Castillo buscó la resignificación lírica. La traducción. Elytis, Kafavis, Ritsos, Severis, Vretakos. Poeta y traductor, buscó el misterio en la luz, aunque frecuentara oscuridad y transparencia. Buscó hacer visible lo sustancial. El poema dice más, creía. Y creía. Creía en la Belleza. Creía en el arte como metafísica pura. Creía en la poesía como vía de comunicación de lo divino con lo humano; lo lejano, lo más lejano es lo que perdura. Creía en el poema como objeto estético. Creía en que enriqueciendo la forma se puede alcanzar el supremo contenido. Creía en la palabra como expresión de lo esencial. Tanto lo creyó que la llevó hasta el límite. Hasta tachar en Mandala (su último libro individual de poemas) la palabra “palabra”. Para que “hable”. Y después, estar callado. Pretender quedarse callado un 5 de julio.
Pero no pudo, no podrá. Sus poemas nos acompañarán siempre. Aunque nos sentemos donde antes estuvo el umbral y cerremos los brazos y encojamos las piernas e intentemos dormir en la matriz del llanto, y volvamos al sueño.
Hasta que el gallo cantor nos despierte, otra vez, con su voz de nuevos vientos.
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