11/9/11

Alto en la torre


ALTO EN LA TORRE


Busco en mi libreta de hule negro del período 2001 (mayo) -2002 (inicio). Recorro sus páginas intentando encontrar posibles notas de septiembre. Siempre hubo septiembres, en todos lados, en cualquier lugar del planeta. Pero ahora necesito saber qué estaba haciendo, pensando, un once de septiembre de 2001. Hurgo en la libreta de hojas manchadas con tintas negras y azules y verdes, y lápices, y extraños dibujos que antes se podían leer, y que ya no, por la humedad o mates caídos por la imprudencia de mis manos cada vez menos hábiles. No, las manos hoy tiemblan, en esas horas aún eran jóvenes. Y mientras trato de encontrar ese día, sabiendo que el imperialismo nunca descansa en sus asesinaciones, pienso en otros septiembres, porque siempre hubo otros septiembres, un septiembre de 1976 en La Plata, un septiembre de 1973 en Chile. Un septiembre once en mi libreta de hule negro.

Transcribo lo primero que escribí: “Son las cuatro de la mañana y tuve un sueño. Soñé el tema para un relato. Al despertar se evapora de mi cabeza. Sé que había un joven y que todo ocurría en los tiempos de los sueños que no se evaporaban al despertar. Que si bien hubo derrota, ésta no era para siempre”. Otro sueño: “Recorro estaciones desconocidas. Todas cercanas a City Bell. En un departamento pequeño me encuentro con una mujer (no sé quien es) y su hija que canta una canción que me es familiar y a la vez extraña. En realidad, las dos la están cantando… (Hay una mancha azul como de cielo encapotado que no me permite leer cómo continúa el sueño; luego, como una ola que se va deteniendo en la arena comienza a aparecer lo que no se podrá borrar)…una cama matrimonial sin deshacer; ventanas con cortinas a la calle, posiblemente frente a las vías; una biblioteca con algunos libros... Ellas cantan, y yo miro por la ventana una inmensa bocanada de polvo cubriendo hasta la oscuridad la calle de las vías ahora sin sol”.

Hay otras notas. Vuelvo en tren de Buenos Aires. “Oído en el tren: La Razón a voluntad”. Sé qué está ocurriendo en el norte del país, un país ajeno; el país, no los niños y mujeres y hombres y ancianos y la vida que ya no será. Escribo en la libreta: “La muerte trae dolor. El dolor, olvido”. Escribo: “Ah pasado desaparecido, ¿cuál es el sido que sigue vivo?”. Anoto los colores del arco-iris: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, añil y violeta. El arco-iris que se queda tendido en el cielo durante un chaparrón. Siguen las anotaciones hasta que el tren se detiene.

Camino a casa con el bolso al hombro. Son más de veinte cuadras. Todos los días de la semana, a la mitad del viaje, hago el mejor de mis recreos y visito al poeta Mario Porro. Sé que no leeremos poemas, no escucharemos música, ni saldremos al jardín a observar los pájaros y las plantas. Mario mira como aturdido, asombrado, el aparato que nunca se enciende. Las imágenes se van repitiendo, como un disco rayado, y siento la canción de la mujer y su hija, esa que cantaban en mi sueño, y la comienzo a susurrar hasta hacerla mía: “Alto en la torre nació mi voz,/ se hizo viento y flotó/ con la tuya,/ se fundió en el atardecer.// Cierro mis ojos y te veo más,/ no tengo miedo a caer/ si sostienes/ toda mi estructura/ y me haces bien.// Soy tan alto como el sol,/ entiendo sin saber/ que una cúpula se acerca/ hasta mis pies.// Sé que mis brazos/ te apresan bien/ la luna vuelve a crecer,/ bajo nuestro/ todo el universo/ empieza a arder.” Mario canta conmigo. Sui Generis. De su especie. Una larga noche nos espera. Hasta hoy.

Publicado en suplemento Ideas, diario Diagonales, La Plata, 11 de septiembre de 2011


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